- Avísame cuando llegues a tu casa – me dijo la primera noche que nos vimos, después de que lo dejé en su casa.

A partir de esa noche, no pudimos separarnos en ningún momento. Los dos fuimos maltratados por nuestras relaciones anteriores, los dos teníamos la misma visión sobre cómo tener una relación, los dos éramos lo mejor que le pasó en la vida al otro. No había nadie como él, ni había nadie como yo.

A la semana ya nuestros amigos empezaron a vernos juntos. Sus amigos me aceptaron, los míos no pusieron objeción a su persona (lo cual es mucho viniendo de mis amigos). Estábamos ante un cuento de hadas protagonizado por dos príncipes.

Empezamos a pensar en vivir juntos, en el nombre de nuestros hijos, en quiénes serían los padrinos de los mismos y empezamos a aguantar el dolor y los sueños de cada uno. Sólo un beso, una caricia y ya no había heridas. No había más dolor.

Pero un día, algo cambió en él. Supe verlo pero no lo reconocía. Para él no pasaba nada, para él yo era su prioridad, yo era lo que más amaba. Sin embargo, había algo diferente. Por un momento pensé que sólo estaba paranoico, que era algo que podíamos solucionar como pareja, que con el tiempo pasaría. Así que hice lo más lógico y me senté a esperar a que las cosas empeoren o que mágicamente se solucionen.

Por supuesto, la solución no llegó.

Un día en el que no nos escribimos en todo el día, me llegó su mensaje de texto anunciándome que quería estar solo y no tener una relación con nadie. Lo acepté porque me pareció lo correcto. No se puede obligar a alguien a estar a tu lado si desea soledad.

Acepté su decisión deseándole felicidad eterna, con una llama pequeña que meditaba que volvería cuando su confusión pasara.

Pero su confusión no pasó. A los 3 días me hizo entender que no estaba confundido, ya que nuevamente estaba en una relación.

Sus amigos estaban incrédulos ante este giro, mis amigos lo odiaron. Afortundamente, no había ningún vínculo conector entre nosotros. Nadie a quien yo tenga que ver y que me haga encontrármelo fugazmente. Afortunadamente, nada nos unía.


Pero pese al dolor actual y los diversos sentimientos que pesan en mi corazón, hay noches en las que llego a casa y aún saco mi celular para escribir “llegué, mi vida”. Nada más que no tengo a quién mandárselo, porque ahí recuerdo que ya no está conmigo.

0 comentarios:

Publicar un comentario